PATRICK WOODROFFE (CHEZ NOUS FROM "TINKER")

XI. UN ATROPELLADO DESPERTAR.


Durante la cena recayó la conversación familiar sobre las diferentes formas y humores del despertar de cada una de las componentes de la casa, porque todas eran mujeres. La abuela hacendosa, organizadora y acostumbrada al trabajo desde muy joven, nunca necesitaba un segundo aviso del despertador para incorporarse de un salto de la cama llena de energía y vitalidad. 

El humor de la abuela en su despertar dependía del día o tal vez de los sueños de la noche. 

Su hija que le seguía en edad descendente como es lógico, había heredado de su madre la energía organizativa y esa pronta disposición a la actividad. Actividad y disposición que era puesta en marcha una vez que se encontraba bien despierta y eso requería una condición anterior, despertar bien. La hija de la abuela por diferencia del resto de las habitantes de la casa necesitaba un despertador de buen sonido, después un segundo despertador intermitente y machacón, la alarma de su teléfono móvil. Con frecuencia lo desconectaba y volvía a cerrar los ojos para reflexionar un poco según decía, reflexión excesivamente larga que interrumpía su madre, la abuela, con el grito de guerra, llegas tarde al trabajo. Su humor dependía indefectiblemente de la noche. 

La seguía por edad la nieta mayor que le pusieron de nombre Andrea y que contaba ahora 18 años. Su despertar era como todos los despertares de esta edad, en los que las preocupaciones múltiples y varias tienen un solo y único origen y fin.

La nieta menor, la pequeña de la casa, de ojos grandes y soñadores, con expresiones a menudo ingeniosas y cargadas de ironía, se hacía notar más que nadie en la conversación. Soltaba una frase suelta aquí, otra allá sin orden, sin tener en cuenta a quien hablaba ni a lo que se había dicho. Sus palabras caían como dentelladas de perro mastín. Apuntaba, sacudía y soltaba, giraba hacía otro lado su cabeza y repetía la misma operación, con parsimonia, lentamente, sin inmutarse. 

Ni que decir tiene que las mordeduras duelen, y las del alma, duelen anímicamente pero duelen y las del orgullo duelen todavía más. Así que abuela, madre y hermana se abalanzaron verbalmente sobre Clara, la menor de las cuatro que con sus 12 años y toda la ironía de que fue capaz no pudo resistir y con los ojos húmedos (del vaso de la bebida con gas que acababa de beber), pero con el orgullo intacto, exclamó. -¡Mañana me despierto yo sola y no quiero que nadie me llame!. Un despertador es suficiente, donde hay responsabilidad sobran palabras. Diciendo esto, se levantó de la mesa con la cabeza erguida y altiva como una reina. 

A la mañana siguiente la madre de Clara se despertó como habitualmente lo hacía, es decir apagando el primer despertador, apagó el segundo y seguía durmiendo. Para despertarse sobresaltada y salir precipitadamente de casa acabando de atarse el sujetador mientras conducía.

La abuela que se levantaba algo más tarde para despertar a Clara, ante la decisión de su nieta se quedó muy a regusto algo más en la cama y volvió a quedarse unos instantes dormida, probablemente soñando con los sueños de su juventud. 

Andrea asistía a la universidad exceptuando dos horas al final de la mañana, las demás clases las tenía por la tarde. Así que seguía durmiendo como los jóvenes universitarios duermen, agitados algunas veces y a pierna suelta y de un tirón todas las demás.

Clara, en su ansiedad de responsabilidad, despertó antes de tiempo, vio el despertador y faltaban cinco minutos para su hora, apagó el despertador no consideró necesario una segunda alarma, se encontraba despierta. Cerró un poco los ojos tal vez para programar las actividades del día, para reflexionar sobre algún asunto que le preocupaba o simplemente elevar su alma a través de la meditación trascendental. Eso último fue lo que debió ocurrir porque el alma perdió el control y sentido del tiempo así como debió perder también el sentido y control de sí misma no encontrándose a la vez que reencontraba el tiempo de nuevo, cuando la voz de su abuela entraba en sus oídos así como la luz encendida de la habitación penetraba también en sus ojos.

Clara, muy digna, orgullosa y sin perder la compostura, exclamó ¡Abuela, tranquilízate, todo está bajo control!.

No supo la abuela que decir, dudando el que hacer, si coger una zapatilla y zurrarle o cogerla por una oreja y ponerla fuera de la cama. Como dudaba, pensó que lo mejor sería bajar a la cocina y prepararle el desayuno. 

Se levantó de la cama con la velocidad del rayo vistiéndose apresuradamente, de no hacerlo así perdería el autobús, eso supondría perder dos clases seguidas, tenía puesto el pantalón cuando hubo de volver a sacarlo, la braga la había puesto del revés, un calcetín lo rompió al ponerlo violentamente en el pié. Los zapatos, no encontraba los zapatos, uno sí estaba en la alfombra y el otro, el otro no aparecía. Estos zapatos tienen vida propia o que les pasa murmuró. ¿Abuela viste mi zapato? ‑gritó desde la habitación. No obtuvo respuesta. La abuela prefirió no contestar. Clara con un zapato puesto y el otro pié descalzo se dirigió al cuarto de baño, se aseó y dejó los dientes para lavarlos después de desayunar, volvió cojeando, comenzó la búsqueda del zapato, se agachó y debajo de la cama, allí estaba, le pareció a Clara que le sonreía, esa sonrisa era extraña, desafiante.

Sin inclinarse mucho alargó el brazo y no encontraba nada, alargo más el brazo moviéndolo, su mano tropezó con alto que se alejó todavía más, por mucho que movía y alargaba el brazo nada encontraba ya. Desesperada por el poquísimo tiempo que tenía, a lo que contribuía la voz de su abuela desde la cocina. ¡El autobús, seguro que lo pierdes está a punto de llegar!. 

Bajó la cabeza y la metió debajo de la cama, allí estaba el endemoniado zapato, esta vez Clara le vió una enorme sonrisa, verás tú gilipollas si te cojo ahora ‑le dijo‑ . Alargó el brazo y al mover la cabeza tropezó contra el larguero del somier, un buen sonido a metálico y a hueco a la par, resonó por toda la habitación seguido de un grito de dolor, al salirse de debajo de la cama volvió a tropezar, pero esta vez dándose un buen golpe en ese lugar posterior de la cabeza donde se originan los pensamientos femeninos. De nuevo resonó la habitación a metálico y a hueco y por segunda vez el grito de Clara que ya incorporada se la sujetaba con las dos manos.

Verás ahora -exclamó- volviendo a mirar debajo de la cama contemplando el zapato y esta vez no solamente le vió una sonrisa sino que además le pareció oír el ruido de una risita zapatuna.

Apoyó el brazo en la mesilla de noche sobre la que se encontraba una bonita lámpara con decoración hippy de los sesenta, el ruidoso despertador imitación de los antiguos y de colores infantiles, una flor decorativa, y una fotografía enmarcada de ella con su hermana.

Introdujo una pierna hasta la cadera debajo de la cama y soltó una patada con toda la fuerza y rabia de que fue capaz, el zapato salió rebotado de debajo de la cama, al mismo tiempo que un extraño crujido. Sospechando algo muy grave trató de incorporarse rápidamente haciendo un falso movimiento y tirando con el brazo los objetos que había sobre la mesilla, cayendo estos estruendosamente sobre el suelo. 

Clara es morena, muy morena, en ese momento era de piel clara, muy clara, pálida. Al incorporarse descubrió que el otro ruido que procedía de la costura de su pantalón, se le había descosido totalmente en la entrepierna y nalgas. 

Si en un principio Clara era de color de piel morena, después, Clara, de clara se puso pálida, de pálida ahora se puso blanca, pero de un blanco lívido, indefinido, translucido. 

¿Qué pasó? ‑pregunto su abuela desde la cocina. 

Nada, no pasó nada ‑respondió serenamente Clara. 

Cojeando con un pié calzado y otro desnudo recogió lo caído en el suelo depositándolo en la mesilla de noche. ¡Que permanezca la calma!. Se repitió varias veces con los ojos cerrados, al tiempo que realizaba respiraciones profundas. 

Se desvistió el pantalón roto, poniéndose otro. 

Se acercó al zapato, que ahora arrinconado en un extremo de la habitación sin el aspecto de risueña autosuficiencia que antes tenía, estaba como a la expectativa de algo. Lo cogió se lo puso en el pié lo ató con doble lazo, Pisó fuerte y mientras esto hacía pensaba: 

‑El del pié derecho, de derechas tenías que ser, en el recreo voy a jugar al fútbol contigo hasta que te rompa los morros, pedazo de facha. 

Colgó su mochila a la espalda, bajó la escalera hasta la cocina, cogió unas galletas al vuelo de las que estaban encima de la mesa para su desayuno y con mucha dignidad le dijo a su abuela: 

‑No tengo hambre ninguna, me duele ligeramente la cabeza, me voy ahora mismo sino pierdo el autobús.

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